He visto a las mejores mentes de mi generación destruidas por la locura y el caos. Histéricos, famélicos y muertos de hambre; arrastrándose por las calles, desesperados al amanecer buscando una dosis furiosa, quienes con ojos cavernosos se levantan fumando de madrugada en la oscuridad sobrenatural de los apartamentos cutres donde solo hay agua fría y sucia, flotando a través de las alturas de las ciudades, contemplando la sofisticación lejana e inalcanzable del jazz que se escucha a través de las ventanas.
Ella le amaba locamente, pero de un modo delirante. No había muestras externas de cariño ni remilgos, sólo conversaciones profundas y una indestructible amistad que ninguno de nosotros conseguiría penetrar. Algo curiosamente frío y antipático que entre ellos era de hecho una forma de humor a través de la que se comunicaban mutuamente sutiles vibraciones. Imposible descifrarles. Tenían su propio lenguaje y con la mirada se lo decían todo.
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